16/06/2019
:::HISTORIA DE LAS 10 000 ALMAS:::
Esta historia es absolutamente real, le paso a mi primo, quién es bastante mayor que yo. No me la contaron directamente, porque yo era apenas un niño, pero una vez, detrás de una puerta escuche a mi primo contársela a mi papá.
Mi primo al que llamaré Carlos era bastante fiestero, aunque no tomaba, ni fumaba. Se la pasaba de baile en baile, era un excelente bailarín. Una noche de tantas, de esas de fiesta, Carlos fue a dejar a su acompañante en su moto, ella le pidió que se quedara esa noche porque tenía un mal presentimiento, pero Carlos, por más fiestero, nunca faltaba a su casa a dormir. Eran ya las dos de la madrugada, y tras los múltiples besos de despedida, Carlos tomo su motocicleta y se enrumbó a la casa, la cual quedaba a escasos 100 metros del Cementerio General de Cartago.
Iba pensando en sus cosas, nunca tuvo miedo de pasar por aquel cementerio, ya estaba acostumbrado y además no creía en fantasmas ni tonterías de esas. La pista estaba libre y aceleró la moto, le encantaba la velocidad. Si alguna vez han pasado por el cementerio General de Cartago sabrán que es muy grande, son como tres cuadras seguidas de un muro alto de piedra, que le da la bienvenida a la ciudad de Cartago. Al principio del muro Carlos metió gas, y aceleraba cada vez más, y con el rabo del ojo logró ver una figura en la esquina, no le dio importancia, pero un carro pasó muy cerca suyo y tuvo que hacer una maniobra peligrosa, al volver la cara hacia el muro vio con más claridad la figura de una anciana, de muy avanzada edad quien estaba de espaldas a la calle, Carlos se asustó y bajó la velocidad, cuando se percató llego a la esquina del cruce y un carro iba pasando a gran velocidad. Carlos derrapó con su motocicleta golpeándose las rodillas y los codos al caer. Nadie se detuvo, la calle estaba absolutamente desolada, levantó la cabeza y vio a la anciana justo frente a él, en la mitad de la calle y con una voz suave le dijo: “Cuídese mijito, que si no me lo llevo…” y una risa horrible le siguió. Carlos se levantó rápidamente a pesar de los golpes y la anciana seguía ahí, viéndolo, inmóvil, con la miraba fija en él. Como pudo levantó la moto y arrancó a toda velocidad, pero a solo 25 metros de ahí sintió el empujón de una mano huesuda y fría y volvió a perder el control, esta vez chocando de frente en el portón de una casa. Su casco literalmente se partió y se quebró la clavícula en tres partes, quedó inconsciente, pero justo antes de perder la conciencia vio a la anciana acercándose por atrás.
Cuando volvió en si estaba en la ambulancia y repetía una y otra vez que lo había empujado una ancianita, lo cual causaba gracia entre los paramédicos.
Estando en el hospital junto a su cama había un señor, y Carlos le contó lo que le había sucedido. El señor le explico que a veces la muerte lo ronda a uno, le pone el ojo, pero como no puede actuar por su cuenta, es poco lo que puede hacer, debe esperar la orden de arriba para poder llevarse un alma, entonces lo que hace es darse una ayudadita, un empujoncito para hacer que las personas busquen su propio destino fatal, y por eso hay que andar con cuidado.
Carlos no volvió a montarse en una moto desde ese día y veía el rostro de esa anciana, de esa parca en cada espejo, en cada esquina, su mente le jugaba bromas pesadas cuando miraba a las demás personas.
Recuerdo que se le vino una terrible racha de mala suerte, y en una de tantas tuvo un accidente en el trabajo, cuando una máquina pesada le cayó encima, recuerdo que cuando nos contó de ese accidente hizo un comentario que entendí tiempo después: “ahí me la anda montando esa roca, pero no le voy a dar gusto.