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19/09/2023

🧐👉| AMLO, su V Informe y los pobres…
Juan Manuel Celis Aguirre

El 1° de septiembre, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador presentó su V Informe de Gobierno, calificado por muchos analistas como excesivamente triunfalista y francamente mentiroso.
Morena y el presidente tienen una razón importante para presentar así su informe: violando todas las leyes electorales y gastándose el dinero de los mexicanos en publicidad, volantes, espectaculares, eventos y medios de comunicación, ya seleccionaron a su candidato presidencial para 2024, que es la señora Claudia Sheinbaum Pardo, quien, por lo visto, seguirá con su papel de muñeco de ventrílocuo de López Obrador durante los siguientes años. Es el nuevo Maximato, pero “lopezobradorista”.
En su número 1,096, publicado el 28 de agosto de 2023, es decir, varios días antes del informe de AMLO, la revista buzos de la noticia tituló su portada con esta frase: “Lo que no dirá el V Informe”. En su editorial, el director Pedro Pablo Zapata Baqueiro escribe: “Nunca se ha sabido que un informe presidencial haga hincapié en lo que no se logró, lo que dejó de atenderse, los proyectos que fracasaron o los errores cometidos durante el periodo que se informa”.
Y es que el informe presidencial de este año se enmarca en un ambiente del elevado aumento de crímenes y homicidios en el país; en la expansión de los cárteles de la droga en casi todos los estados y el dominio total de la política y la economía en algunos de ellos; la creciente pobreza de los mexicanos que se agudiza con el poco empleo y los bajos salarios; el aumento de las personas que sobreviven en la pobreza extrema; el colapso brutal del sistema de salud mexicano que se refleja en el fracaso del Insabi, que fue creado por el propio presidente del país, el fracaso del sistema educativo impulsado por el presidente y la hoy gobernadora electa del Estado de México que se sintetiza en que no hay escuelas de calidad para todos los niños y jóvenes del país y en la impresión de libros de texto que no sirven para educar a nadie; en la creación de obras faraónicas que no sirven para nada o que son un fracaso rotundo: como el aeropuerto Felipe Ángeles que las aerolíneas no quieren usar por inservible; la refinería “Dos Bocas”, que no refina aún a pesar de que López Obrador hace rato que la inauguró, y el famoso Tren Maya al que se le mete y mete dinero y no son capaces de terminar.
El texto de portada de buzos sostiene: 32.2 millones de mexicanos tienen empleo informal, por lo tanto, el aumento a los salarios mínimos solo afecta a seis millones de mexicanos. Los analistas serios dicen que en el país hay 98 millones de mexicanos y que la cifra va en aumento, tal y como aumenta la cifra de la pobreza extrema de 8.7 millones a 9.1 millones. Además, 50.4 millones de mexicanos no tienen servicio de salud pública. Entre 2019 y 2021, “los estudiantes de educación básica perdieron 1.7 años de aprendizaje en promedio. Y solo 7 de cada 10 egresados de bachillerato entran a la universidad y de esos muy poco la terminan. Estos y otros datos impactantes se pueden leer y consultar en la revista buzos, que analizó a tiempo los cinco años de gobierno de Morena.
Eso no es todo, claro que no. Hay quienes sí fueron apoyados en este sexenio y no son los pobres de México, a los que López Obrador tanto presume en sus discursos políticos. ¿Quiénes fueron los beneficiados? Los mismos de siempre: los ricos de este país, que con la pandemia se hicieron más ricos y con quienes AMLO tiene serios compromisos para que sus fortunas aumenten, a costa del trabajo de los pobres.
Los cinco años de Morena en la presidencia demuestran el fracaso de su gobierno. El sexto año será aún peor, no lo duden. ¿Qué debemos hacer los pobres? Formar el partido político de los trabajadores, que represente los intereses de los trabajadores y que crezca y tome electoralmente el poder del país para hacer cambios radicales que logren una cosa: disminuir la pobreza de los mexicanos. Esa es la tarea.

https://www.facebook.com/AquilesCordovaOficial/posts/704266307727583
20/10/2022

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EL VOTO DEBE SER UN ARMA PODEROSA PARA DEFENDER NUESTROS LEGÍTIMOS INTERESES

Por: Aquiles Córdova Morán

Los problemas de nuestro país son múltiples y graves y no son de reciente aparición, vienen de mucho tiempo atrás, como lo atestiguan y confirman las luchas sociales del siglo XIX y principios del XX, principalmente la Guerra de Reforma (que inició en 1854, con la revolución de Ayutla, encabezada por don Juan Álvarez) y la Revolución Mexicana de 1910-1917.

Los hombres de la Reforma se proponían –dicho resumidamente– resolver cuestiones fundamentales como la delimitación precisa entre el poder temporal del Estado y el poder espiritual de la Iglesia, lo que se conoce comúnmente como la separación Estado-Iglesia, que definió el carácter laico del Estado mexicano. Esta reforma tuvo muchas repercusiones en la vida social y política de la nación, como el traspaso de las responsabilidades civiles y de la educación científica de las futuras generaciones al gobierno, y, algo más trascendental quizá, la desamortización de las tierras acaparadas por el alto clero, que en su mayor parte se mantenían ociosas en sus manos, para reincorporarlas de lleno a la actividad productiva, que mucha falta le hacía a la golpeada economía del país.

Sin embargo, justamente para realizar esas reformas había que resolver primero la vieja disputa entre liberales y conservadores sobre qué tipo de Estado debía establecerse en México, en sustitución del gobierno colonial español. Del lado conservador, había dos visiones: el ala más desfasada de los conservadores, inspirada en los Tratados de Córdoba que así lo estipulaban, era partidaria de la monarquía, aunque independiente del rey de España; la otra, compuesta por los menos trasnochados y mejor conocedores del espíritu nacional, abogaba por una república centralista, con un gobierno central único e integrada por provincias que debían quedar sometidas a ese poder central, lo cual era –en el fondo– lo más parecido a la monarquía española, pero convenientemente disfrazado con un traje republicano y democrático. Los liberales, en cambio, defendían un modelo de Estado republicano, democrático y federal, con un Estado nacional a la cabeza de entidades libres y soberanas regidas por una constitución, un parlamento y un poder judicial propios, pero rigurosamente compaginados con las disposiciones establecidas por la Constitución; dicho modelo era muy semejante al que privaba en Estados Unidos, cuya constitución era considerada el mejor modelo de una verdadera democracia.

Como ocurre siempre en la historia real, la Reforma no resolvió todos los problemas del país. La tierra, en particular, de nuevo se concentró rápidamente en manos privadas en lugar de distribuirse entre los campesinos pobres; se formaron más y más grandes latifundios, que se sumaron a los ya existentes (las famosas haciendas porfirianas), que con sus avaros y reaccionarios hacendados se convirtieron de facto en el poder más influyente en nuestra vida política. No podía ser de otro modo, si no olvidamos que todavía no existía un desarrollo industrial vigoroso y, por consecuencia, tampoco una clase obrera numerosa y organizada. Los hacendados –con el apoyo del gobierno– institucionalizaron el trabajo servil de los campesinos (los peones acasillados de las grandes haciendas) con bajos jornales pagados en especie, las tiendas de raya y las cárceles privadas para castigar a los siervos que intentaran huir.

La única actividad productiva de carácter industrial en aquellos años era la minería, sobre todo en el Bajío, el centro-norte y el norte del país, pero el trabajador minero vivía tan sometido y explotado como el peón acasillado. Existía también una industria textil casi artesanal, con obreros sobreexplotados, salarios de hambre y una productividad muy baja, que se ubicaba principalmente en la región centro de Puebla y Veracruz; toda, en manos de españoles. Aun así, creció la población y, con ella, la demanda diversificada de mercancías. También se produjo cierto desarrollo de las exportaciones mexicanas, particularmente de productos agrícolas como el azúcar, el café y el algodón, entre otros; de productos de la minería, como el oro y la plata, y algo de productos textiles.

El incremento de la demanda que estos cambios generaron sólo se pudo resolver, ante una productividad estancada, con jornadas de trabajo más largas y agotadoras, salarios más bajos (y reducidos aún más con multas arbitrarias) y nulas prestaciones a obreros y peones. Nuevamente, la situación se tornó explosiva, como antes de la Reforma, y no es casual que los primeros síntomas de la tormenta que se avecinaba surgieran entre los mineros de Cananea, en Sonora, y los obreros textiles de Río Blanco, cerca de Orizaba, Veracruz.

Estalló la Revolución; cayó la dictadura de Porfirio Díaz; fracasó la reforma puramente política y democrática que pretendía Francisco I. Madero, y el pueblo en armas entró en escena para saldar, a su manera plebeya –como dijo Marx–, sus cuentas pendientes con los privilegiados. Emiliano Zapata y Francisco Villa, los más conspicuos representantes de este genuino sentir popular, desdeñaron la oportunidad de hacerse con el poder y éste quedó, finalmente, en manos de la burguesía, la nueva clase en ascenso. Venustiano Carranza, su representante del momento, quiso modernizar al país: decretó la ley agraria del 6 de enero de 1915, abrió la puerta a las organizaciones obreras y promulgó la Constitución de 1917, pero no pudo –en parte, por su antiyanquismo visceral– impulsar el desarrollo industrial con el vigor que la nueva clase dominante demandaba: con ayuda de la inversión norteamericana; ello le valió perder apoyo social y cayó asesinado en Tlaxcalantongo.

Lo sucedieron Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles. Ambos quisieron regresar a la época de la reelección, que tan odiosa se había hecho con Porfirio Díaz, y ambos fracasaron (lección que deberían recoger los aprendices de brujo de nuestros días): Obregón fue asesinado en 1928, cuando ya era presidente reelecto, y Calles, en su intento de conservar el poder mediante hombres de paja, se estrelló contra la integridad revolucionaria y la dignidad republicana del General Lázaro Cárdenas.

Con Lázaro Cárdenas, la Revolución Mexicana alcanzó su punto más alto. Él repartió la tierra entre los campesinos; impulsó la organización obrera y campesina con la Confederación de Trabajadores de México (CTM) y la Confederación Nacional Campesina (CNC); ejerció con hechos (no con desplantes oratorios vacuos y arrogantes) la soberanía nacional, al dar asilo a los transterrados españoles que huían del fascismo franquista y al revolucionario ruso León Trotski, cuando el mundo entero le había cerrado las puertas; expropió el petróleo y lanzó la más completa y cabal campaña de alfabetización, pues llevó las escuelas rurales hasta el último rincón del país.

Después de Cárdenas, la Revolución hecha gobierno renunció a toda veleidad socializante y se enfiló resueltamente por la senda del capitalismo, aunque sin metas precisas científicamente establecidas. Por esa razón, siguió un camino errático, de ensayo y error, que en cierta medida nos llevó del Milagro mexicano al Desarrollo compartido, de la “sustitución de importaciones” y la “autosuficiencia económica” al Estado benefactor, que gastó sin ton ni son hasta que detonó una inflación catastrófica y la devaluación del peso a niveles no vistos antes. Durante todo este proceso, lo único que se mantuvo constante fue el carácter mixto de nuestra economía –herencia de la Revolución–, un curioso intento de matrimonio entre dos formas de propiedad que por principio se excluyen entre sí: la empresa pública y la privada en la industria; el ejido y la agricultura capitalista en el campo. El resultado fue que ambas se combatieron y estorbaron entre sí todo lo que pudieron, lo cual entorpeció, en cada etapa, el desarrollo del país y agravó más la crisis económica nacional.

Fue por eso que Miguel de la Madrid consideró indispensable un cambio radical de rumbo hacia lo que ahora llamamos neoliberalismo, cambio que se consolidó con el presidente Carlos Salinas de Gortari. Como se puede observar, este giro no fue un capricho de nadie, sino la respuesta a una crisis económica que era ya inocultable. La economía mixta se había agotado sin resolver los grandes problemas nacionales: insuficiente crecimiento económico, bajos salarios, desempleo, pobreza generalizada, mala educación, mal sistema de salud pública y una corrupción galopante, en buena parte alimentada por la empresa pública que los funcionarios manejaban como su patrimonio personal (aquí se ve que las nacionalizaciones no son el remedio mágico que ahora se piensa).

Es verdad que nos vendieron el neoliberalismo como la solución perfecta a nuestros problemas. La receta era sencilla: privatizarlo todo y dejar el resto en manos de quienes sí saben de negocios: los señores del dinero. Pero no fue así. Aquí estamos de nuevo, con los mismos problemas que al principio, sólo que agravados por la avaricia privada, por la pandemia de la COVID-19 y por el gobierno de la Cuarta Transformación; el crecimiento económico es peor que antes; la concentración de la riqueza es más insultante, si cabe, mientras mucha gente pasa hambre o se muere por falta de medicinas y de médicos; el sistema de salud pública yace en ruinas; el desempleo crece; la baja del ingreso familiar aumenta; la educación es pésima; y la vivienda popular, el mejoramiento urbano de pueblos y colonias y los servicios básicos –como agua, luz y drenaje– están totalmente olvidados y sin fondos para su atención.

Todo eso nos está ahorcando, mientras el Presidente se la pasa peleando con los medios de comunicación de México y el mundo, con los intelectuales y los opositores y haciendo campaña a favor de sus candidatos. Para quitarnos toda esperanza –como dice Dante–, ahora nos ofenden y nos humillan al proponernos como candidatos a “ídolos populares” que no saben nada de política, pero son famosos. El 27 de mayo, Diego Fonseca publicó en el New York Times un artículo titulado “México y la decadencia de la política”, en el que señala: “La política cayó al terreno del freak show en México. El mercado electoral del país es un espectáculo que nada más parece necesitar los personajes rimbombantes de Federico Fellini. (…) Estas candidaturas silvestres, posibles en buena medida por las redes (dice mucho que un partido se llame Redes Sociales Progresistas) han banalizado la política cuando más se necesita vigilancia democrática, debates programáticos y planes concretos para resolver los problemas de fondo de México”.
El 1 de junio, Luis Carlos Ugalde dijo en elfinanciero.com.mx: “En los últimos veinte años se ha dado un proceso de degradación de la clase política local. Los tres principales partidos de la llamada transición a la democracia –PRI, PAN, PRD– son responsables de haber permitido que personas frívolas, incompetentes y corruptas fueran candidatos y luego gobernadores. (…) De los quince gobernadores que se elegirán este domingo, veo dos enormes riesgos (…). Si resultan ganadores, los habitantes (…) lo sufrirán a lo largo de los siguientes años con mayor corrupción, nepotismo, violencia e ingobernabilidad”.

Lo que dice Ugalde es verdad, pero lo que antes eran condenables excepciones, hoy es la norma gracias a la Cuarta Transformación. Respecto a los riesgos, hoy son ya una realidad (y no son los únicos), cuyos frutos envenenados –como Ugalde adelantó– no tardarán en aparecer; sin embargo, cualesquiera que sean, creo que es mi deber decir que sólo el 50 por ciento será culpa de quienes los postularon, el otro 50 por ciento será de quienes votaron por ellos.

Los mexicanos debemos tomar conciencia de esto, tenemos que preguntarnos qué piensan, y por qué lo piensan, quienes desperdician así su voto o, peor aún, lo usan para dañar sus propios intereses. Debemos preguntarles, si tenemos esa oportunidad: “¿qué esperan de una bailarina o de un descerebrado que no es capaz de hilar dos frases coherentes seguidas? ¿No les interesa el futuro de sus hijos, de su pueblo, de su país?”. Todo buen ciudadano mexicano debe tener claro qué país desea, a qué clase de vida aspira para él y los suyos y quién o quiénes son los mejor capacitados para convertir en realidad sus deseos. Y votar por ellos y sólo por ellos. Solamente así haremos de nuestro voto un arma poderosa para defender nuestros intereses legítimos y no una mercancía que vendamos o alquilemos por unos cuantos pesos, a cambio de soportar a un mamarracho en el poder tres o seis años. Tenemos que saber por quién votamos y por qué razones; si no, nos condenamos a vivir siempre como vivimos ahora, y no creo que nadie diga que es el paraíso, que así estamos bien, requetebién, y no necesitamos ningún cambio. Por hoy, la suerte está echada. Ya veremos qué nos depara el futuro inmediato, aunque no lo veo muy prometedor. Ojalá me equivoque.

* Texto de uno de los pronunciamientos que realiza el Ing. Aquiles Córdova Morán, los días jueves, vía redes sociales.

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06/10/2022

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LA REALIDAD ACTUAL DEMANDA UN MUNDO MULTIPOLAR

Por: Aquiles Córdova Morán

Me gustaría comentar con ustedes el creciente rumor en los medios informativos de todo el mundo, incluidos los mexicanos, de que la paz mundial está en peligro. Algunos hablan, incluso, de una guerra nuclear entre las potencias occidentales, con Estados Unidos a la cabeza, y el bloque encabezado por Rusia y China.

Quiero señalar que el responsable directo de que la tensión mundial se haya incrementado de manera rápida y a niveles preocupantes es el nuevo presidente norteamericano, el demócrata Joe Biden. Su política prepotente y bélica se conocía, al menos, desde que era candidato; sus declaraciones y discursos sobre su intención de volver a hacer de Estados Unidos la potencia encargada del orden, la paz y la libertad del mundo no dejaban espacio a la duda; más aún, se sabía bien que una de sus divergencias irreconciliables con el expresidente Donald Trump era, precisamente, la política exterior de este último.

La política de Donald Trump se sintetizaba en su consigna “Hagamos a América –es decir, Estados Unidos– grande otra vez”. Para conseguirlo, en el terreno militar comenzó por hacer a un lado la política de fomentar y ampliar de modo permanente la presencia militar norteamericana en Europa y el mundo, optó por “regresar a los chicos –es decir, a los soldados y marines– a casa” y redujo con ello los gastos militares del país. Además, Trump llevó a cabo, cuando menos en parte, la renuncia al papel de tutor, de maestro de la democracia y policía del mundo, que hasta entonces había sido parte esencial de la política exterior de Estados Unidos, y abandonó también el compromiso de garantizar la seguridad europea mediante el “paraguas atómico” de la OTAN, que maneja y financia el propio EE. UU. En su lugar, exigió a sus aliados que pagaran su seguridad, invirtiendo al menos el dos por ciento de su PIB en la compra de armamento que, por supuesto, les venderían los fabricantes norteamericanos. Estas medidas se tradujeron, como era previsible, en un debilitamiento del liderazgo mundial norteamericano, empezando por la propia OTAN, pues los aliados perdieron la confianza en la amistad y protección de Estados Unidos y comenzaron a buscar otras opciones.

En el terreno económico, el “Hagamos a América grande otra vez” se tradujo en una considerable reducción de impuestos a las grandes empresas, con la consiguiente reducción del presupuesto nacional; la meta era traer de regreso las inversiones norteamericanas en el extranjero, con la intención de que los empleos y la riqueza que crearan fueran para los trabajadores del país. Con el mismo fin, Trump amenazó con imponer elevados aranceles a los productos de empresas norteamericanas ubicadas en el exterior (por ejemplo, los automóviles ensamblados en México), con lo cual buscaba incrementar sus precios de venta, disminuir su competitividad y reducir las ganancias de sus dueños; había que forzar a esas empresas a reubicarse en territorio norteamericano.

Finalmente, en el terreno político, Trump optó por un menor intervencionismo en los asuntos internos de otros Estados, para evitar conflictos y mejorar la imagen de su país en el mundo; privilegió el diálogo y los acuerdos de mutua conveniencia con Rusia y siguió una política más agresiva respecto a China, pero limitada al ámbito económico y que evitaba tocar asuntos que lastimaran la soberanía nacional y la integridad territorial de la potencia asiática.

Sin embargo, es necesario precisar –para evitar equívocos– que la meta a largo plazo del proyecto de Trump no era menos imperialista que la de Biden. Él también quería asegurar el predominio norteamericano sobre el resto del mundo, manteniendo una indiscutible superioridad económica y militar frente a cualquier rival que intentara disputarle la hegemonía mundial, pero proponía un camino radicalmente distinto, en oposición al viejo estilo imperialista al que ha regresado Biden: en lugar de avasallar militar y políticamente a las demás naciones, había que conquistarlas mediante la superioridad económica, la innovación tecnológica y el control de los mercados del dinero, las materias primas y los productos elaborados. Según Trump, esto era perfectamente viable y menos costoso en la nueva era digital.

Es evidente que la política de Trump de acabar con las aventuras militares en el extranjero, “regresar a los chicos a casa” y mejorar las relaciones con Rusia redujo drásticamente la temperatura bélica del planeta y, con ello, la demanda mundial de armas.

En ese sentido, recordemos que la simple amenaza de guerra, aunque nunca llegue a concretarse, basta para incrementar el temor de las naciones y su deseo de armarse preventivamente, lo cual eleva automáticamente la demanda de armamento. Por eso, la política exterior apaciguadora de Trump causó, sin quererlo, un severo daño al negocio de las armas, monopolio exclusivo del poderosísimo complejo militar-industrial norteamericano.

La respuesta a esta política de Trump y sus consecuencias fue la guerra sin cuartel y la derrota electoral final del expresidente. A esa guerra se sumaron también los jerarcas de la OTAN, cuya organización militar vive del miedo de la clase rica de Europa frente a la “amenaza rusa”, una bandera falsa que Trump puso en evidencia como simple recurso de propaganda bélica. El desenmascaramiento de la farsa quitaba toda razón de ser a la OTAN y la dejaba –como se dice coloquialmente– colgada de la brocha y en un inminente riesgo de desaparecer. Finalmente, las empresas asentadas en el extranjero, cuyas utilidades provienen de la mano de obra, los servicios y las materias primas a precios de regalo en los países que las cobijan, también sintieron que la política del retorno forzoso dañaba seriamente sus ganancias y, junto con los asalariados de la OTAN, no vacilaron en unirse a la guerra contra Trump.

Biden supo, desde el primer momento, por qué había sido elegido y cuál era su tarea: restaurar de inmediato la política militarista (incluida la OTAN), regresar a la política agresiva y de confrontación con Rusia y China y volver al intervencionismo activo, político y militar, en los demás países para hacerles sentir su poder y autoridad. Eso fue lo que prometió en campaña y es lo que está haciendo desde la presidencia de Estados Unidos.

Por eso dije –y lo reitero– que la tensión y la amenaza a la paz mundial que hoy estamos experimentando ya se conocían desde que Biden era candidato. Muchos medios y comentaristas especializados se inclinan a hablar de una nueva guerra fría y afirman que esta nueva película puede llamarse, con toda propiedad, Guerra Fría: segunda parte. Resulta sorprendente y muy significativo que las advertencias sobre el error y el peligro que entrañan llamar de ese modo a la situación actual provengan de politólogos norteamericanos como Jonathan Marcus, experto en asuntos diplomáticos de la BBC, y de los propios estrategas militares del gobierno norteamericano. ¿En qué consiste el peligro de hablar con ligereza de una nueva guerra fría?

El término guerra fría fue creación del periodista norteamericano Walter Lippman, quien publicó la recopilación de una serie de artículos suyos sobre el conflicto este-oeste de febrero de 1947 (es decir, apenas dos años después de terminada la Segunda Guerra Mundial) con ese título. El tema de los artículos era, pues, la Guerra Fría, antes de que dicho acontecimiento se llamara así, por lo que es claro que el nombre nació después del fenómeno al que designaba. Porque, en efecto, la Guerra Fría como una realidad geopolítica nació casi al mismo tiempo que la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), fundada por Lenin y su partido el 7 de noviembre de 1917. Mi afirmación la sustentan los siguientes datos:

Robert Lansing, secretario de Estado norteamericano, escribió un memorándum al presidente Woodrow Wilson, con fecha de 2 de diciembre de 1917, en el que afirmaba que era imposible reconocer al gobierno de Lenin debido a su naturaleza política e ideológica. Los bolcheviques sostenían “la decisión, que reconocen francamente, de derrocar a todos los gobiernos que existen e instaurar sobre sus ruinas un despotismo del proletariado en todos los países”, decía (David S. Foglesong, La guerra secreta de Estados Unidos contra el bolchevismo). Wilson estuvo totalmente de acuerdo con Lansing; llamaba al régimen bolchevique “conspiración demoniaca” y juzgaba especialmente ofensiva su “doctrina de la lucha de clases, la dictadura del proletariado y su odio hacia la propiedad privada” (Ronald E. Powaski, La Guerra Fría, Estados Unidos y la Unión Soviética).
De este episodio nació la Guerra Fría como una guerra total contra el proyecto socialista, porque mostraba claramente que no había conciliación posible entre capitalismo y socialismo. El término guerra fría, entonces, designaba una lucha a muerte entre los dos sistemas, lucha que tenía una única salida: la eliminación radical de uno de los contendientes.

De aquí, precisamente, nace la cautela de los politólogos y funcionarios norteamericanos respecto a nombrar así a la situación geopolítica actual. Temen que llamar “guerra fría” al conflicto actual resulte en una camisa de fuerza que obligue a Estados Unidos a una guerra total contra China, en un momento en que la victoria yanqui es más dudosa, por dos razones: las circunstancias mundiales no son las mismas que a fines del siglo pasado y la situación de China no es la misma que la de la URSS. En efecto, China no está aislada ni bloqueada, como la URSS en su tiempo, sino que es el eje del crecimiento mundial y un apoyo indispensable de muchas economías del mundo, incluida la norteamericana.

En el texto “Por qué hablar de «guerra fría» entre EE. UU. y China «es profundamente peligroso»” de Jonathan Marcus, publicado por la BBC, se lee: “No obstante, China no es la Unión Soviética. Es considerablemente más poderosa. En su auge, el PIB soviético era más o menos 40 por ciento el de EE. UU. China alcanzará el mismo PIB de Estados Unidos dentro de una década. China es un competidor más poderoso que nadie que EE. UU. haya enfrentado desde el siglo XIX. Y es una relación que tendrá que ser manejada tal vez por muchas décadas. Ésta es la rivalidad esencial de nuestra época. Tenemos que abandonar las analogías cliché y falsas. Ésta no es la Guerra Fría: segunda parte, de hecho, es algo mucho más peligroso. China ya es un competidor al mismo nivel que EE. UU. en muchas áreas. Y aunque todavía no es una superpotencia global, es un rival militar a la altura de EE. UU. en las áreas que más le importan a China en términos de su propia seguridad. Como señala la estrategia de asuntos exteriores interina que lanzó este mes el gobierno de Biden, una China más «resuelta» es el «único competidor potencialmente capaz de combinar su poder económico, diplomático, militar y tecnológico para ejercer un desafío sostenible contra un sistema internacional estable y abierto»”.

Y su temor aumenta por la incontinencia verbal del actual Presidente estadounidense. Por ejemplo, en una entrevista concedida a BBC News, cuando el entrevistador le preguntó a Biden si pensaba que Putin era un asesino, él contestó: “Lo pienso”; es decir, sin recato y sin mayores pruebas, Biden el senil, llamó asesino al Presidente de la Federación de Rusia. Y aunque el ofendido respondió con mesura y señorío, altos funcionarios de su gobierno han reaccionado con una gran y justificada indignación y han acusado a Biden de cruzar la raya roja y llevar el conflicto a un callejón sin salida.

Asimismo, en una nota del 11 de febrero publicada por BBC News, se menciona que, en la reunión entre Xi Jinping y Biden, éste último le dijo personalmente al Presidente chino que le preocupan: “las prácticas económicas coercitivas e injustas de Pekín, la represión en Hong Kong, los abusos de los derechos humanos en Xinjiang y las acciones cada vez más autoritarias en la región, incluso hacia Taiwán”, es decir, también con los chinos está cruzando la línea roja al formular reclamos e imputaciones relacionados con la soberanía nacional y la integridad territorial de China. Pero sus demandas sólo pueden ser aceptadas por un país y un gobernante sin soberanía, sin independencia y sin dignidad, que no es el caso de China. Si Biden y su claque política se aferran a tales acusaciones y reclamos provocarán, ahora sí, una nueva guerra fría. Ése es el temor de los prudentes del gabinete norteamericano.

La paz mundial depende, pues, de que Estados Unidos entienda la nueva situación global, incluida la fuerza real de Rusia y China, y se resigne a ocupar un lugar menos relevante en ella. Debe entender también que sus intentos de clavar una cuña entre los gigantes aliados que hoy lo enfrentan están condenados al fracaso, porque ambos entienden que la sentencia de muerte del imperialismo es la misma para los dos.

México y los mexicanos debemos tomar conciencia de que una guerra nuclear contra Estados Unidos nos llevará, irremediablemente, entre las patas porque la potencia destructiva y los daños irreparables que ocasiona la radiación nuclear no reconocen fronteras. Es mejor que nos organicemos y protestemos ahora contra la actitud guerrerista del imperialismo yanqui; ahora, cuando aún tenemos tiempo; mañana puede ser tarde.

* Texto de uno de los pronunciamientos
que realiza el Ing. Aquiles Córdova Morán, los días jueves, vía redes sociales.

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